—Bueno, pero hay precedentes. Los grandes genios en la literatura siempre han sido incomprendidos —dijo en la reunión por Zoom, sin ninguna vergüenza aparente.
Me llevé un puño a la boca y lo miré. Tuve ganas de cerrar el ordenador y hacer cualquier otra cosa.
Hace mucho no pensaba en esto, pero recordé que odio el término «genio». En algún artículo ya he mencionado mi incapacidad para creer en las definiciones claras. Me resisto al sentido común. No obstante, hablar de genialidad literaria implica, a menudo, definirla por contraste: ¿qué no es un genio? O, de otro modo, ¿qué no es genial?
Lo reconozco, esta tarea no deja de ser un poco absurda; me recuerda a la paradoja del cuervo de Hempel: «Todos los cuervos son negros» es lógicamente equivalente a «Si algo no es negro, entonces no es un cuervo». Así, ver un cuervo negro confirma la regla, pero también —paradójicamente— ver una manzana verde, un carro rojo, una taza azul, un sol amarillo, una camisa púrpura, una página en blanco. Del mismo modo, intentar definir la genialidad por sus opuestos corre el riesgo de conducir a conclusiones engañosas.
Aun así, para explorar este tema, traigo un ejemplo reciente de un manuscrito que analicé. Podríamos decir que comienza de la siguiente manera:
«Sentado en un restaurante de la Calle C. en Barcelona, pensando en cosas aparentemente inconexas, pero conectadas por su profundidad, miraba el parque que se configuraba a través del cuadrado, ni muy grande ni muy pequeño, de la ventana enmarcada con cemento y con recuerdos que junto con la niebla que ocultaba lo que estaba aparentemente más allá de mi visión, nublaba también mi red compleja de sentimientos subjetivos, ese caleidoscopio de pensamientos y recuerdos nostálgicos que a veces llevamos a cuestas aquellos que intentamos descifrar los pasos de la mujer que, como comienza a verse, sube las escaleras del parque, cubierta…».
Algo así. Después continúa…, no, no, continúa un poco más, continúa y continúa, así, durante varias páginas. Hay algún que otro punto y aparte, pero el martirio sigue, sigue… de manera similar durante toda la novela.
Me imagino al autor sentado en un restaurante, igual que su futuro personaje. Ambos miraban a través de la ventana de una manera similar. En el fondo, una mujer. Ella sube las escaleras de un parque. Tal vez sí era un día con niebla o tal vez no; tal vez ni a la mujer ni al parque les hacía falta que fuera un día de niebla. El autor la miró y dijo: «Así tiene que empezar la novela».
Llegó a casa, encendió su ordenador, abrió Word y comenzó:
Nada.
Esperó un poco más y…
…nada.
Se quedó en blanco al darse cuenta de que, en realidad, había sido un momento bastante mediocre. Pero sintió algo y quería compartirlo con el mundo. ¿Y si ese algo fue, quizá, una leve erección? Le gustó la mujer, sin rodeos, porque es un viejo verde. Pero no podía ser eso, porque el autor es un hombre respetable y profundo. La sensibilidad no niega los impulsos, pero estos no pueden resolverse de manera explícita ni banal. Entonces comenzó a escribir: «Sentado en un restaurante…».
¿Cómo hacerle justicia a una mujer subiendo las escaleras de un parque? A falta de imaginación, ocultando las imágenes que se quieren mostrar. La mujer no basta. El parque no basta. La ventana desde la que se mira no basta. El autor se dio cuenta de algo: nada basta por sí mismo.
Las cosas que deciden escribirse en un texto narrativo tienen —o deberían tener— una intención. Yo soy de los que abogan porque la intención no siempre debe servir a la trama. Me gustan las digresiones. Sin embargo, esa intención debería, por lo menos, ser un juego conceptual, un matiz, un indicio o pincelada de la psicología de un personaje, no sé, algún modo pertinente de acariciar un adjetivo.
El ejemplo que se me ocurre ahora es El túnel de Ernesto Sabato, por compartir, si no una escena, por lo menos una palabra:
«En el Salón de Primavera de 1946 presenté un cuadro llamado Maternidad. Era por el estilo de muchos otros anteriores: como dicen los críticos en su insoportable dialecto, era sólido, estaba bien arquitecturado. Tenía, en fin, los atributos que esos charlatanes encontraban siempre en mis telas, incluyendo “cierta cosa profundamente intelectual”. Pero arriba, a la izquierda, a través de una ventanita, se veía una escena pequeña y remota: una playa solitaria y una mujer que miraba el mar. Era una mujer que miraba como esperando algo, quizá algún llamado apagado y distante. La escena sugería, en mi opinión, una soledad ansiosa y absoluta.
Nadie se fijó en esta escena» (p. 8).
Otro ejemplo:
«La ciudad es una gran llanura / perdida a través de las ventanas de este sitio. / Mi vida va pasando sobre los cristales» (José María Álvarez, Bugle call rag).
Las diferencias son evidentes. El problema no es que se mire a través de una ventana. El problema es confundir la profundidad del texto con la complejidad del lenguaje; creer que una prosa críptica convierte en trascendente lo que no deja de ser una escena trivial. La trivialidad de estar sentado en un restaurante y ver a una mujer a través de una ventana no es suficiente para impactar a ningún lector si no hay una visión auténtica detrás. Esa imagen que se «configura» —en términos de nuestro autor— detrás de la ventana no me dice nada, porque no me basta con su simple «configuración».
En alguna ocasión he tratado el problema del uso excesivo de las frases yuxtapuestas y otros recursos, así como de lo barroco y la sencillez. Llegamos a diversas conclusiones: primero, en un texto literario hay que prescindir de los excesos. El problema es que el mayor exceso es el propio texto. El equilibrio entre la prosa «sencilla» y «complicada» es imposible de determinar. El equilibrio es la oscilación.
También hemos hablado de obras que podrían considerarse una excepción: Pálido fuego, El ruido y la furia, Las tempestálidas, Física de la tristeza, Las ninfas, Mortal y rosa, Canción de tumba, En busca del tiempo perdido, Rayuela, El almuerzo desnudo, Si una noche de invierno un viajero, El amante, Anatomía de la memoria, entre otras. No hace falta reconocer uno a uno los recursos del lenguaje o de la trama para saber que los mayores logros de estas obras se encuentran, sobre todo, en su aspecto formal. Esto, por supuesto, reconociendo su conformidad con el contenido.
No obstante, lo que me interesa tratar hoy no son los textos en sí mismos, sino los autores. Y, por usar una palabra que suele emplearse con mucha soltura: los “genios”. Habrá quien considere, por ejemplo, a Tolstói un genio; y quien no lo considere así probablemente tampoco se molestaría si alguien lo calificara de tal. Lo mismo podría decirse de Dostoievski, Solzhenitsin, Faulkner o Nabokov.
Camus no es especialmente complejo en su estilo, pero se considera —o eso se dice— que lo es en su contenido. La genialidad de Kafka consiste en convertir relatos breves en experiencias insoportablemente largas. La de Burroughs es más bien testimonial: su experimentalismo era la morfina. Aunque novedoso hasta cierto punto, Samuel Taylor Coleridge fue precursor.
¿Ser un genio te permite escribir El ruido y la furia? O, mejor aún: ¿ser un genio te permite escribirla sin ser criticado? ¿O es que ser un genio otorga licencia para escribir un bodrio y ser igualmente elogiado? ¿Existe acaso un permiso absoluto? De ser así, ¿dónde se tramita?
Hay que tener coraje para escribir El almuerzo desnudo, pero ¿hace falta ser un genio? Y si David Foster Wallace hubiese comenzado una novela con: «Sentado en un restaurante de los suburbios de Boston, pensando en cosas aparentemente inconexas…», ¿le habríamos atribuido mérito? ¿Colaría como obra maestra?
Esta licencia, entonces, ¿aplica exclusivamente a los autores de las obras mencionadas? ¿O se extiende a todos aquellos reconocidos por sus textos interminables, complejos, relevantes, de protesta, originales o experimentales?
En realidad, cuando hablamos de genialidad solemos ampliar aún más el concepto. Ya ni siquiera nos limitamos a la literatura. Sin clasificarlos dentro de ninguna área de conocimiento específica, solemos colocar en el mismo pedestal a Newton, Gauss, Beethoven, Shakespeare, Cervantes, Van Gogh, Da Vinci, Marie Curie, Einstein. Amalgamados, forman la figura casi mítica que representa el talento humano en su grado más alto.
Y nos sorprende —hay que admitirlo— lo innato. A nosotros, que nos basta con tres palabras bien hiladas para impresionarnos. Hay madres convencidas de que su hijo es brillante porque dijo «abu-bu» antes de tiempo. Del mismo modo, hay autores que no se avergüenzan —Cortázar, por ejemplo— de recordar que escribían novelas a los nueve años.
Lo cierto es que la ambigüedad con la que determinamos si una obra literaria es buena o no entra en conflicto con la visión tradicional del genio. No existe una novela que sea la unión de la mecánica cuántica y la relatividad —hasta donde sé, Dirac no pretendía escribir ficción—. Un «genio» de las ciencias o las matemáticas parece mucho más fácil de identificar porque la lógica racional, además de sobrevalorada, ofrece una apariencia de cohesión, quiero decir, de hermetismo. Las matemáticas —así en general— se perciben como un mecanismo perfecto e infalible, al menos en el imaginario popular, aunque no sean inmunes a contradicciones o límites formales.
Entonces, tal vez no sea solo el contraste: la envidia nos ayuda a explicar lo que el pensamiento por sí solo no aclara.
Aun así, ¿quiénes somos nosotros para determinar quién es un genio? No lo hemos pensado. Nunca nos lo hemos cuestionado realmente. De ser así, nos habríamos dado cuenta de que, en realidad, ha sido la historia la que ha moldeado esa figura: desde críticos y académicos hasta psicólogos o cualquier extraño en la calle, incluidos nosotros mismos.
Podríamos decir que son las listas de El Mundo o del New York Times las que clasifican —del uno al cien— las obras más importantes y a sus respectivos genios.
Pero ¿cómo vamos a saber qué es —o a qué nos referimos con— la genialidad si ni siquiera tenemos claro qué es el pensamiento? Podríamos intentar establecer un orden: primero, ¿qué es un genio? O mejor aún, ¿qué es la genialidad? Y pronto nos encontraríamos con la pregunta inevitable: ¿qué es la inteligencia? ¿Consiste en juntar A y B? ¿En reconocer que A, B, C y D forman un patrón? ¿Significa que la inteligencia es todo pensamiento que opera bajo la lógica de la causalidad? ¿Qué es el pensamiento? ¿Y la creatividad? ¿La imaginación? ¿Hace falta, en primer lugar, ser inteligente para escribir una novela? Si hay varios tipos de inteligencia —como suele decirse también para levantar la autoestima de los tontos—, ¿significa eso que se puede ser un genio solo en una de ellas?
Intentar responder a todas estas preguntas nos alejaría demasiado del centro de este artículo. La cuestión aquí no es resolver qué es la inteligencia o el pensamiento en términos absolutos, sino algo más concreto y un poco más modesto: ¿qué significa ser un genio en literatura?
En una reunión con el autor que mencioné al principio, contrastamos ideas sobre su novela. En resumen, rechazó todos mis comentarios. Para justificar su elección de cambios de perspectiva, se excusó con Bolaño —Los detectives salvajes—; citó a Proust para defender las frases largas; y como yo mismo había mencionado a David Uclés y a Eduardo Ruiz Sosa, también ellos acabaron entrando en la discusión.
Debemos concederle algo: muchos de esos errores —en los pasajes, en las frases, en la estructura en general y en el estilo— tenían precedentes en la literatura universal como recursos justificados o incluso geniales. ¿Por qué ellos sí podían cometer esos errores y él no?
Para acercarnos a eso, no hay nada mejor que mirar con detalle. Hace unos días, mientras pensaba en esto, hice un ejercicio: me pregunté qué pasaría si tomara el párrafo de este autor [el que usé de ejemplo al principio] y lo comparara con otro, por ejemplo, con el de Anatomía de la memoria. ¿Cuáles serían realmente las diferencias si analizamos su aspecto formal?
Por seguir con párrafos en los que aparezca una ventana:
«Aquí, escóndete aquí,
o en otras ocasiones seguir corriendo después de atravesar la casa y atravesar completo el patio y saber, o ver de reojo, que por la ventana de la habitación se asoma la anciana que estaba esperando que uno, yo o cualquier otro, entrara en la habitación y se acostara con ella, pero en cambio uno llega hasta el fondo del patio y se trepa con un par de brincos en lo alto de la tapia, esquivando las ramas de un ciruelo o de un guamúchil espinoso, para saltar al otro lado donde hay un terreno baldío, o un taller mecánico que parece un terreno baldío, y aparecer de pronto en la calle de atrás, libre, para llegar, por ejemplo, a la casa que tenían algunos compañeros y donde nos iban a poder encontrar» (p. 65).
El párrafo es largo y denso, pero se lee como una sola acción continua. No tiene puntos —el primero llega hasta la página 70—, aunque no le hacen falta, no solo por esa continuidad, sino porque está delimitado con comas que, lejos de entorpecer, crean una cadena fluida. Los detalles concretos como «ventana», «anciana», «ciruelo», «guamúchil espinoso» aterrizan las imágenes en algo tangible.
Otro texto para comparar (extraído de Lo que me gustaría ser a mí si no fuera lo que soy, de César Bruto —fragmento que aparece citado al principio de Rayuela):
«Siempre que viene el tiempo fresco, o sea al medio del otonio, a mí me da la loca de pensar ideas de tipo eséntrico y esótico, como ser por egenplo que me gustaría venirme golondrina para agarrar y volar a los paix adonde haiga calor, o de ser hormiga para meterme bien adentro de una cueva y comer los productos guardados en el verano o de ser una bívora como las del solójico, que las tienen guardadas en una jaula de vidrio con calefacción para que no se queden duras de frío, que es lo que les pasa a los pobres seres humanos, que no pueden comprarse ropa con lo cara questá».
El párrafo de César Bruto, por su parte, comparte con el anterior la extensión de las frases y cierta densidad sintáctica, pero el efecto logrado es distinto. En este caso, la puntuación irregular y los errores ortográficos deliberados forman parte de un estilo burlesco. La sintaxis indecisa y el léxico deformado no son fallos, sino recursos que producen un tono humorístico y popular, que de alguna manera nos molesta o nos sorprende como lectores porque rompe con las expectativas de corrección asociadas a la escritura «culta».
Desde el análisis formal, es posible justificar estos rasgos como mecanismos de sátira. Podemos, sin más, intuir que la transgresión de las normas gramaticales y ortográficas se convierte en un recurso expresivo. Sin embargo, incluso si logramos explicar cada uno de estos procedimientos, permanece un componente inasible: ese resto que decide si el efecto resulta convincente, ingenioso, genial o soso y ridículo.
En ese punto, el análisis formal revela su límite. Puede ofrecer descripciones, pero no alcanza a sistematizar por completo la diferencia sutil entre un uso eficaz del lenguaje y uno fallido. Ese «no sé qué» evidente no se puede reglamentar.
Aquí vale la pena recordar que un mal escritor y un buen escritor pueden compartir la misma escena, los mismos recursos, el mismo lenguaje incluso, pero no la misma capacidad de...
...¿de mirar, puede ser?
Sin embargo, no existe el genio. Lo que existe es la conciencia de que las cosas nunca se bastan por sí mismas. Ni siquiera el lenguaje. Y, aun así, hay que hacerlo bastar. Al menos intentarlo. Quizá eso sea lo más cerca que podemos estar de la genialidad: estar condenado al fracaso, es decir, a intentar que baste lo que nunca es suficiente.
Pero ¿qué pasaría si el autor con el que trabajé publicara esa novela y, en algún momento de la historia, se convirtiera en un clásico?
Que alguien me responda: ¿habrá quien considere a Paulo Coelho un genio?
Inquietante artículo, me hizo caer en la cuenta de que no está en mi repertorio usar la palabra “genio”. La conozco, por supuesto, pero nunca la utilizo; salvo en alguna que otra ocasión para referirme exclusivamente a ese ser que habita en lámparas de medio oriente. De igual manera, tampoco ahora puedo distinguir a autores destacados como genios, como si mi inconsciente se resistiera a otorgar tal honorífico a alguien que narra historias. Supongo que no tuve la dicha de encontrar textos que me impactaran de manera tal, que me lleve a considerar al autor tanto o más importante aún que sus novelas. Seguramente sea algo rebelde a elevar a los escritores por encima de sus escritos. De hecho en esta época de “cancelaciones”, hubo y hay tantos autores de conductas peor que cuestionables, que no por ello debamos desechar sus importantes obras. Sobre el autor específicamente de la pregunta final, me avergüenza confesar que no leí nada de él xD, así que no puedo opinar.